Abela. De lo real a lo imaginario. 2010
Como en muchos otros lugares, en Cuba se creía que los artistas eran los artífices encargados de plasmar, mediante diversas técnicas, el rostro amable de un mundo bello y feliz, recreando, únicamente, lo que la vista podía alcanzar, puesto que no se concebía la representación mental y tampoco otros postulados fuera de los clásicos y académicos.
Esto se entendió así hasta la década del 20 del siglo pasado, cuando la pintura cubana obtuvo por méritos propios su carta de ciudadanía, demostrando que en el arte también había un juego alternativo para abundar tanto en la pasión como en la ética y en los sentidos, y todo ello sin necesidad de apartarse de la razón.
Así, pues, las llamadas primera y segunda vanguardias de la pintura cubana trazaron un nuevo camino a seguir. Ampliaron los horizontes y consolidaron y enriquecieron los postulados de libertad de expresión, haciendo que sus discursos hayan podido llegar con enorme fuerza hasta nuestros días.
Eduardo Abela, junto a Víctor Manuel García, Amelia Peláez, Carlos Enríquez y Fidelio Ponce, pertenece a la llamada primera vanguardia (Wifredo Lam y Marcello Pogolotti hacen su particular y exitoso camino fuera de la isla). Su contribución a la cultura cubana y, por el peso de su obra, a la latinoamericana por extensión, merece un reconocimiento digno que este libro quiere recoger y que nosotros, sus hijos, nos sentimos orgullosísimos de presentar.
Aquí, hemos querido centrarnos en el Abela pintor (es posible que alguien se extrañe por la ausencia del Bobo, pero creemos que su faceta como humorista gráfico merece un tomo aparte). Y como pintor, hay que destacar, entre los muchos e importantes aspectos de su trayectoria artística, su intimidad veraz y delicada; posiblemente por encima de todo lo demás. Y nos gustaría que quienes no lo hayan apreciado aún en toda su dimensión, este libro sirva para descubrir, también, la exquisitez y sutileza de sus imágenes combinadas con la fuerza de la naturaleza, así como su gran potencial creativo, el placer por la experimentación, su permanente metamorfosis para alcanzar la diversidad estilística, y un etcétera que culmina en el preciosismo artesanal de su técnica durante su última etapa. De ésta –1949-1965–, su expresión claramente onírica se produce a partir de la tragedia familiar y su posterior refugio en la literatura analítica, especialmente la de Carl Gustav Jung y su teoría sobre el inconsciente, de cuyas lecturas sacó experiencias personales, no escolares ni teóricas, sino una vía más para identificarse con sus propias intuiciones y expresar en la pintura su universo interior, llegando al convencimiento, según él mismo comentaba, de que cada fragmento de algo es sensible a una totalidad, y que el viento, el mar o un sueño consiguen comunicar tanto como la imagen y la palabra.
Nosotros hemos tenido la inmensa suerte de haber sido compañeros de viaje de parte de su vida, y fuimos y seguiremos siendo espectadores de excepción de su obra. Y saboreando esos dos grandes privilegios sentimos que ha sido un verdadero lujo haberlo tenido como padre; un padre pintor, caricaturista y diplomático (¡y una madre pianista!), y también un hombre familiar, noble, abierto, extremadamente respetuoso y siempre dialogante y comprensivo. Un ser lleno de riquezas espirituales, más de admirar cuando se sabe que se vio obligado a trabajar de niño, se hizo a sí mismo atravesando penurias y no pocas vicisitudes, y, sin embargo, logró alcanzar éxito personal y profesional. Es por todo ello, y por más, que tenemos que agradecerle no sólo su legado artístico, sino, y sobre todo, también el humano.
Si quienes lean y hojeen este libro alcanzan a comprender más sobre la universalidad de Abela, estaremos satisfechos de haber contribuido a ello, al igual que seguramente estará todo el equipo de colaboradores y coleccionistas, amigos entusiastas sin cuya ayuda tan valiosa como necesaria no hubiésemos podido llevar a cabo esta tarea. A todos ellos, muchas gracias.
Eduardo y Hossana Abela